Detrás de toda escultura hay una materia donde el ingenio del artista ha trabajado una posibilidad entre muchas otras. Queda el vaivén lúdico entre la materia latente y el manifiesto de la nueva forma. Es el acta de nacimiento de un concepto que en el lector se alumbra primero como emoción, y luego sentimiento. Pero en el autor suele surgir primero la reverberación de una idea, y poco a poco, mientras el artista va esculpiendo, van encontrándose -entre incidentes y accidentes- los sentimientos que finalmente paren el cuerpo visual del proyecto. Mientras Wittgenstein señalaba que solo existe como entidad social aquello que puede ser nombrado verbalmente, la obra de Sacha Tebó nos muestra las posibilidades del arte de devolverle perennidad al fugitivo vivir, sea de la historia, de un paisaje visual, de un amor escurridizo, de una masa carnal o de un sonido fortuito. Como si fuera una pequeña sonata al infinito.
El arte de Sacha Tebó tiene esa virtud de convocar a un cabildo de especies y de fundir cabra y ser humano en una sola pieza vital; sus obras despliegan la plasticidad que reúne el arado del trabajo al baile de hombres y mujeres en procesión; sus creaciones elevan la tortuga a la edad del sol, comunicando la no dualidad del óxido, el pino y las abejas; haciéndonos de bronce y también de cera, como símbolo de la impermanencia, esa transformación constante de la materia. El arte de Sacha Tebó congrega lo dulce y lo amargo, lo espeso y lo mineral, exponiendo lo atávico como base de un circuito de la existencia que se transmite, se absorbe y se renueva. Como un Tarkovski de espátulas y moldes, Sacha esculpe el tiempo de los inocentes, la textura de la ternura, el rocío del silencio, la topografía espiritual de los vencidos que cantan y resucitan, como si el trayecto del universo fuese un eterno camino a Vicente Noble.
Por: Juan Miguel Pérez
Sociólogo / Abril, 2023